Paul Benjamin junto a las penúltimas cosas

La biblioteca pública donde descubrí a Paul Auster, un edificio modesto de dos pisos frente al mar, sigue en pie. He regresado más a ese lugar que a los libros prestados en él y, aún así, siempre paso por alto las olas. Debo decir que lamenté en su momento la muerte de Auster como se lamenta la muerte de un amigo escolar: echándome en cara un poco el descuido, la indiferencia, a lo que siguió siendo su vida. Un puñado de fatalidades -de las que me enteré después- habían sobrevenido al viejo Paul: su nieta de diez meses murió por una intoxicación con fentanilo y heroína, su hijo Daniel fue acusado por el evento y su cuerpo encontrado semanas después sin vida, el propio Paul enfrentaría un cáncer de pulmón los últimos tres de sus 77 años. De inmediato me llegó la noticia del deceso, retrocedí al sitio en que supe de él. La estantería de la pared derecha, de la que ahora lo han movido, apretujaba bien varios ejemplares suyos junto a los de Milán Kundera, Edgar Allan Poe, José Emilio Pacheco y muchos otros que, a unos años de ser devorados por la humedad y el contagio del salitre, serían mis lecturas adolescentes. De ellos, en efecto, extraje la triste e inextinguible imagen de lo que hace de alguien la literatura y, cosa peor, el oficio de escritor. 

Hace poco regresé al punto -o así lo creí- en que había pausado mi fascinación frenética por ese extraño estilo policial de Auster con el que inadvertidamente se da paso a una entretela erudita. Este sortilegio, a veces afortunado, a veces desastroso, cuesta al lector sin experiencia en cierto manojo de títulos universales y, más que eso, al lector que desconoce la belleza tras esos títulos. Fui ambos, por gracia de Dios y de la carestía. No sé, desde esta esquina, si algunos de sus libros puedan ser disfrutados de espalda a esos insumos de la tradición, aunque todos hemos leído amorosamente Moby Dick, obsesionados a nuestra manera con la ballena blanca y el desquicio de Ahab, algunos saltándose los ochenta epígrafes y todos obviando más de una referencia sutil y no tan sutil a un vasto legado cultural, marinero y religioso. Es el poder, diríamos, de la inalienable condición humana.

Paul Benjamin Auster, por su parte, parece ser un muchacho de todo agrado. Ha estado desde los 2000 en las librerías de Hispanoamérica y el mundo como la novedad infaltable con su seguro comprador. Se requirieron muchos años de obstinación para que así fuera, sobrevivió a las frustraciones de una carrera incipiente en sus veinte, un matrimonio fallido y, en última instancia, a una severa crisis de vocación de la que resucitó después de que el pintor David Reed lo convenciera de ver en el diciembre de 1978 una escena coreográfica en la para él amada y cimental ciudad de Nueva York. No solo fue eso, también estuvo la muerte de Samuel Auster, su padre, ante la que no supo hacer otra cosa que escribir. Desde ese momento de su vida, Auster debió vislumbrar sus temas esenciales: el azar, la pérdida, las invisibles posibilidades a las que está adscrita la vida día a día, la finitud, el revés de los pensamientos agudos, la soledad inevitable. Llegado a ese punto, el de la publicación de La invención de la soledad en 1982, estos tópicos le acompañarán en adelante hasta que el último de sus lectores le gaste un pensamiento al remolino existencial de sus obras. 

Fue muchas personas -como todos- antes de nada más que escritor: traductor, guionista, prófugo de las tropas camino a Vietnam y tripulante en un barco petrolero de la ESSO. Todo ese periplo alimentará sus más de cuarenta producciones escritas a lo ancho de su vida con éxitos dispares. Se le concedió el Premio Médicis, el Morton Dauwen Zabel y, el más prestigioso de todos, el actual Princesa de Asturias de las Letras. Para gran cantidad de sus lectores la academia sueca quedó en deuda, aunque, a decir verdad, la competencia era reñida si se piensa, el instante de un pensamiento, en nombres como el de Philip Roth. Si se lo desmenuza un poco, esto entraba perfectamente en las inquietudes propias del escritor de la ciudad de los ladrillos, es decir, la justicia incomprensible del azar o la falta de ella. Después de tanta espera puede que en sus setentas guardara aún la esperanza de que el Nobel tocara a su puerta o, acaso, Auster pudo haberse dado sin rémoras a la derrota. A fin de cuentas, cómo alguien debe deshacerse de la esperanza atraviesa buena parte de sus narraciones. Un ejemplo transparente estuvo desde 1987 en las estanterías. La novela se titulaba In the country of last things, la editaba Viking Penguin y treinta y tres años después le estaba destinada su adaptación. El relato, en fin, venía con un halo prometedor porque el año pasado había concluido el tiraje de La trilogía de Nueva York y Auster sabía que también un escritor compite consigo mismo obra a obra.

En El país de las últimas cosas lo que leemos es una carta sobre la que se vierte una trama un tanto parca. Anna Blume se adentra tras la pista de su hermano William en una ciudad innombrada donde poco a poco las gentes viven entre las pérdidas. En una de las escenas un ciudadano, al hablar con la protagonista, revela que ha olvidado por completo la palabra avión y lo que la palabra avión denomina, porque en Auster siempre están las palabras presentes, a ratos salvadoras, a ratos juguetonas, a ratos baldías. Tras ello se encuentra la impotencia de la mente humana en la dimensión inextricable de la recordación, “después de todo, la memoria no es un acto voluntario, es algo que ocurre a pesar de uno mismo”, como le dice la narradora ―la misma Anna Blum― a un destinatario del que sabemos menos que nada.  La narración, sin duda, seduce cuando uno se inclina ante el primer párrafo, pero no tardan en advertirse las trampas casuales en las que cae un escritor novato por el tipo del cuando que fascina a los amateurs para iniciar un cuento o un boceto de novela, los clichés como oír el propio pulso en vez del corazón y, en esa misma lista, la imperdonable por innecesaria mención del “pequeño coño de bebé, aún sin vello” de la protagonista. Tantas cosas pudiesen seguirse anotando aquí si uno fuese hoja tras hoja con exhaustividad, esas grandes minucias en las que nunca me fijé a los catorce años, pero que, en todo caso, están repartidas por los libros clásicos en todas las medidas. William Faulkner, un contorsionista del sur estadounidense, también escribió que alguien “miró sin ver”.  Jorge Luis Borges -precisamente Borges- en 1976 decía en una entrevista para la televisión española que en ciertas imágenes, “los lugares comunes si ustedes prefieren”, están las “afinidades verdaderas” y por ello los poetas recurren a ellas una y otra vez. 

En esa medida, la lealtad me exige perdonar esos facilismos en los que cae Auster -pero que no lo sostienen- para traer a colación los instantes refulgentes, los momentáneos desenlaces de virtud inesperada. Anna Blume, de nuevo el palíndromo aquí, contiene en sus andares esas obsesiones arriba mencionadas, no puede ser otro el sitio en el cual los avatares se preñen y aborten tan seguido de oscuros sentidos. A mediados de la novela, Blum sabe que ninguno de esos sentidos se quedará con ella: “lo he intentado con todas mis fuerzas, pero de un modo u otro siempre acabo perdiéndolo, y al final todo lo que recuerdo son mis esfuerzos por recordarlo”. Ese es, a su vez, Paul Benjamin, un artista del que puede decirse que gana en párrafos la gloria y la pierde holgadamente en otros, porque no está exento de ser un hombre -como cualquier otro- con el que al azar le guste equivocarse. 

Después de leer El país de las últimas cosas la imagen de Auster se transforma en una nombradía terrenal, su prosa se acerca con el tiempo a la de Graham Greene en mi rememoración, amparada por un cariño estúpido y la imposibilidad de decir que leerlo no vale la pena. El título del libro, por otro lado, es difuso en tanto Blume solo nos deja ver las calles y escondrijos de una única ciudad, por la que intuímos el resto de la nación. Se trata quizá de la número 56 de las ciudades invisibles de Calvino, solo que sin ningún monarca oriental y, en vez de un prestigioso aventurero, una hermana devorada por la errancia. No es, en efecto, la mejor de las novelas de Auster si uno la compara con Fantasmas, publicada un año antes que esta y la segunda de la famosa trilogía. Fantasmas navega sola, inicia el 3 de febrero de 1947, la fecha en que nació Auster, y siempre queremos estar en la siguiente página y, solo a veces, quedarnos un poco más en el final de una escena. Allí está todo lo heredado de Beckett, todo lo lúdico, todo el eco de Kafka, todo lo falsamente detectivesco, todo el dolor cortés y, en las primeras páginas, cuando el detective Azul especula sobre las razones para investigar a Negro todas las maquinaciones por las que pasa un escritor de relatos. Los académicos podrían anotarlo como un rasgo metaficcional, pero prefiero entenderlo como el modo en que Auster nos invita a sentarnos junto a él en su escritorio de solitario artífice. Se vive, así, bajo su tutela, el momento en que un personaje cobra vida -cosa que no sucede con algunos nombres de El país de las últimas cosas-, la mayoría de edad de este, si así se quiere, entre la cual asoman todas las contrariedades, el coraje, la estupidez, las fuerzas rotas y, el subsuelo de Auster, la contingencia ciudadana.

Esto último, curioso, es algo que se lee muy por encima en la novela de 1987. Allí Auster se centra casi por entero en la pérdida bajo el criterio exclusivo de la privación, pero en la entraña explícita no vemos la otra tristeza, la de las cosas que se pierden en las probabilidades, es decir, las cosas que nunca tuvimos, pero que de todos modos perdimos. Creo que todos hemos pasado por esto, en el caso del autor de New Jersey, diríamos, el Nobel de Literatura, la salvación de su nieta, la fama a sus veinte años, en definitiva, los días que Paul Benjamin nunca vivió.

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