Qué miedo me da
la mirada despiadada de la mar
desde aquella noche de luna nueva
cuando noté lo imposible
de la fina línea
que separa el agua del horizonte.
Cuando tan liviana
livianísima
me dejé jalar por la corriente
hacia la oscura,
absoluta y oscura
profundidad.
Frente a ella
vuelvo a ser la niña aquella
en vestido violeta
que le preocupa
la inminente escasez de faros
para guiar marineros
las madrugadas
en que a dios se le acaban las estrellas.
En pesadillas
escribo mi epitafio
sobre la arena
de una playa sin nombre
donde un monstruo majestuoso
me arrulla, me canta
suaves melodías
hasta dormir.
La mar no me mima, la mar no me ama.
Tal vez es culpa mía
porque nunca aprendí a nadar
y aún aprieto los ojos
antes del chapuzón
en el momento exacto en que los rayos de sol
tibios e intrusos
me arrancan del vientre sagrado.
Cuando la marea está alta
El vacío es más espeso
Y los corazones, más turbios.