El cielo era rojizo, con destellos azules en lugares impredecibles. Entre hierbas jíbaras y retorcidos marabuzales, caminaban tres personas, a buen paso. Le huían a la lluvia y tan solo contaban con una linterna. El trillo estaba fangoso y la humedad subía por sus pantorrillas. Una de las tres figuras, la más flaca y jorobada, apuró al resto:
—Corre, Emilia. Dale, apúrate. Y dile al niño ese que se mueva.
Se cubrían las caras con la palma de la mano, a punto ya de echar a correr. No eran más que tres cuerpos con trapos que la ventisca arremolinaba y zarandeaba. Al principio la llovizna era una frialdad, un aire mojado, pero ya tenía la profusión de los aguaceros tropicales. El agua se precipitó por las orillas del camino y llenó charcos en las zanjas. De un lado a otro cruzaban ranas. La única linterna que llevaban alumbraba ahora los baches cargados de agua.
—¡Mal rayo me parta, Emilia! Te dije que apuraras al chiquillo ese, dale. ¡Dale, dale!
Entonces, cuando ya tenían los zapatos enchumbados y a cada paso parecía que metieran los pies en jalea fangosa, la luz. Era apenas un resplandor que se filtraba por un cristal empañado. Más cerca, pudieron distinguir una casa de madera, amplia, como un almacén, pero no tan grande. Se presentaron en el umbral, desde donde pudieron ver a un hombre gordo durmiendo en un butacón de forro grasiento. El aire de la noche acentuaba la sensación de frío y, como nadie salía a recibirlos, entraron. La habitación estaba decorada con fotos de modelos rubias, etiquetas de ajustadores y blúmers. También había algún que otro sombrero de fieltro colgado y una foto de un caballo en movimiento. En ese mismo recinto estaba la cocina, con el fregadero repleto de platos sucios. Además de eso, había dos cuartos que tenían la puerta cerrada. La más flaca y jorobada de los tres, se acercó al hombre y le tocó un brazo. «Señor, despiértese. Buenas noches». Por más que lo zarandeaba, parecía muerto. Intentó de nuevo. « ¡Señor –ahora le gritaba y lo agarraba de la cara-, buenas nocheeees!». Entonces el hombre abrió los ojos y le dio un empujón a la mujer, que fue a parar al suelo de cemento pulido, resbalando con el agua que traía su ropa. En eso, una mujer despeluzada asomó su cabeza por la puerta de una de las habitaciones. Gritó « ¡Pero, Fernando!» y volvió a cerrar la puerta. Sin apoyarse de sus manos, la visitante se levantó y le dio un bofetón al recién despertado, que la agarró y miró a los otros desafiante. Resulta que esa flaca jorobada era hermana de Emilia, la madre del niño, y así conformaban la trinidad en cuestión.
—Buenas, mire -se adelantó Emilia-, disculpe la molestia. Nosotros entramos aquí pensando que pudiera haber un lugar donde secarnos y dormir. Ella lo estaba tratando de despertar porque pensamos que aquí no había más nadie.
La mujer que había asomado su melena electrificada caminaba hacia ellos terminando de ceñirse un batón de casa, soñolienta, a punto del bostezo.
—Luisa –le espetó el hombre-, ¿viste por qué no puedes trancarte en el cuarto y olvidarte del mundo?
—Ay, chico, no te molestes. ¿Qué fue lo que pasó?
—Nada, que…
Entonces se zarandeó la tía.
— ¡Nada ni carajo! Que el malangón este me dio un tirón que caí como la jicotea, con las patas para arriba.
Entonces comenzó a darle golpes a quien parecía llamarse Fernando, en el pecho. El tipo, molesto, la arrojó en dirección a su hermana y su sobrino, que la recibieron como una sábana emburujada. De no haberla aguantado fuerte, la tía hubiese emprendido su furia otra vez.
—Miren, séquense un poquito, que están formando tremendo fanguero en el piso –dijo la mujer mientras les alcanzaba un bulto de toallas.
Le explicaron que nada más querían pasar esa noche, que al día siguiente ni tomarían el desayuno. Sería abrir los ojos y estar andando. La posadera señaló una puerta (no por la que ella había asomado, sino la otra) y les dijo que se acomodaran, que ni le pagaran ni nada, y entonces se trancó de nuevo en su habitación. Fernando ya se había sentado en su poltrona. Al parecer, se disponía a completar sudokus hasta que le alcanzara el sueño.
En el cuarto había una sola cama, pequeña. Allí se acostaron de forma transversal, con las piernas sobresaliendo. Nadie habló. Siempre era así: la tía se alebrestaba, creaba su alboroto, luego los demás debían arreglar el desastre y entonces ella no hablaba más hasta que se le pasara el berrinche. Emilia, la madre de Andrés, mecía un dedo por la sien de su hijo, que recibía el gesto como un anestésico para dormir. Afuera tampoco se oía nada. Andrés se preguntó dónde dormiría el hombre, y se lo dijo a su madre, quien le respondió que no sabía. Entonces se asomó a la puerta y regresó. De vuelta a la cama, contó que estaba durmiendo en la butaca. Desde el cuarto, a juzgar por el viento exterior, Andrés supo que volvería a llover por la madrugada.
…
En medio del sueño, Andrés sintió golpes lejanos. Se acomodó de otra forma y trató de seguir durmiendo. Golpes lejanos, pero como una ráfaga de cañones antiguos. Abrió los ojos. Se incorporó en la cama e intentó despertar a su madre. Como no lo consiguió, fue descalzo hasta la puerta. El salón estaba totalmente oscuro, y en la butaca no se veía el bulto del hombre. Otra vez los golpes, pero muy, muy cercanos. ¡Tocan a la puerta! Andrés corrió y, de un jalón, despertó a su madre. Tenía miedo: completamente despierto, pudo escuchar un escuadrón entero tocar la puerta de entrada. Van a tumbarla, pensó. Su madre, mientras se vestía, se dispuso a despertar a su anfitriona Luisa y al marido que suponía tuviera dentro del cuarto. Cuando madre e hijo estuvieron en la sala, escucharon una voz chillona gritar ¡Ábrannos! Se miraron espantados, los ojos muy abiertos, pero permanecieron en silencio. De pie frente a la puerta vecina, golpearon lo más bajo que pudieron. Intentaban hacer el menor ruido posible para que quien estuviera en el exterior no supiera que adentro había gente. Luego de varios toques, desistieron: era evidente que así Luisa no escucharía nada. Entonces a Emilia, que así se llamaba la madre de Andrés, se le ocurrió que tal vez no había nadie más en la casa y que desde el comienzo todo había sido una trampa para que los traficantes de órganos que acechaban esas zonas los tuvieran mansitos dentro de la casa.
—Andrés, mi niño, corre al cuarto y busca algún lugar donde esconderte. Yo –golpes fuertes a la puerta, alguien grita que van a entrar- voy a hablar con estas personas. Tú quédate tranquilo, que todo va a estar bien. Ah, y no despiertes a tu tía Sonia.
Pero ya era demasiado tarde: luego de un fuerte zarpazo la puerta cayó al suelo. Emilia corrió a encender las luces para, al menos, ver la cara de quienes entraban. En la habitación se colaron siete personas, que entraron dando voces y palmadas. De pronto la habitación se llenó de luces: azules en el techo, verdes en la zona de la cocina, mientras que todos los rodapiés despedían un aroma lumínico ambarino.
—¡Oiga, que no nos iban a abrir nunca en esta casa! –se adelantó un hombre bajito, de pelo grasiento.
Emilia y Andrés daban pasos inseguros hacia atrás, sin control ya de sus emociones. De nuevo el enano, siempre gritón:
—¿Y la gente de esta casa? Ah, pero oiga, señora, no se me acobarde, que nosotros somos Los Migrantes.
A la voz del gorgojo chillante, el resto del grupo, en quienes ni Andrés ni Emilia se habían fijado, comenzó una canción estrambótica. Algunos daban palmadas o golpeaban discos de metal, otros soplaban latas estiradas y el resto coreaba con gran volumen:
Los Migrantes (coro a tres voces, incluido el enano, cantando):
¡Nosotros andamos a oscuras/
por muchas selvas sin nombre.
Dejamos la vida pura
para terminar esta noche…
Luisa la posadera (que había salido semi-vestida de su cuarto): Pero, ¿y esto? ¿Quiénes son estos saltimbanquis?
El Enano: Saltimbanquis no, señora, ¿no ve nuestro talento oral? Mire a esos músicos sudorosos luego de darlo todo. Nosotros somos Los Migrantes, ¿o es que tampoco escuchó nuestra canción?
Luisa: Cómo no la voy a oír, si los chillidos esos despiertan a un muerto, pero no se entiende nada. ¿Qué van a terminar esta noche? ¿De qué hablan ustedes?
El Enano: Señora, por favor, un poco más de respeto. Somos un grupo de entretenimiento. Lo mismo hacemos ópera, teatro, conjuntos merengueros, que un areíto descabezante. Para eso tenemos aquí talentos de todas partes.
Emilia (que se había acercado a Luisa mientras hablaba): Señora, nosotros no tuvimos nada que ver. De verdad, nos despertamos y…
Luisa: ¡Ya! ¡Se acabó! ¿Qué es lo que quieren ustedes?
El Enano: Bueno… nosotros venimos cansados. Algunos llegaron en avión a este tramo de tierra. Hemos andado sin descanso, apretujados en carretas con pulgas. Usted comprende.
Luisa: Sí, pero cama, lo que es una cama, aquí no queda. Míralos a ellos, son tres y están durmiendo atravesados porque no caben. Si se callan, pueden tirarse ahí el piso, aunque ya ahorita amanece.
El Enano: Pero ¿qué dormir señora…?
Luisa: Luisa.
El Enano: Ah, Luisa, ¿qué dormir? ¡Una fiesta es lo que queremos! No por gusto nuestros talentosísimos luminotécnicos pusieron esos lumínicos azules y verdes por la casa, con un poco de rojo erotizante en los rodapiés.
Luisa: Pero…
El Enano: Ya, ya, basta de tanto hablar. Muchachos, vamos, a darlo todo.
Los Migrantes (coro a siete voces, todos golpean y todos cantan):
Salimos de casa sedientos
por finos caminos de polvo,
nunca sentimos el miedo
de agonizar en un foso,
pero por callar el deseo
se hará un evento pomposo.
La Tía Sonia (desde el umbral del cuarto, envuelta en una sabana agujereada): ¡Emilia! ¡¿Qué es esto?! Es más… (se quita una chancleta y la lanza, finalmente golpea un trombón).
Entonces los siete Migrantes abrieron sus maletas y sacaron metros de tules de distintos colores, que engancharon de las columnas de la habitación. Cambiaron sus ropas por trajes típicos de sus países, de forma que en el salón parecía estar sesionando una Cumbre Latinoamericana. El Salón de la Fraternidad Latinoamericana, rezaba un cartel que colocaron sobre la puerta. Luisa se había retirado al cuarto y Emilia y Andrés hacían lo posible por tranquilizar a la tía Sonia, que, cuando supo que era una fiesta lo que se gestaba, se alebrestó como la más carnavalera.
El Enano (vestido con camisa blanca y pañuelo al cuello): ¡Bueno! ¡Bueno! Ya está todo listo, señores. Los Migrantes tocaremos un poco, pero habrá intermedios de música grabada donde no tocaremos nada. Por allá atrás, fregamos toda aquella cochambre y cada cual se servirá el ron que quiera, dígase pisco, mezcal, aguardiente o ron, que luego luego todo eso es lo mismo.
La Tía Sonia (con un vaso en la mano, voz de pito): ¡Eeeeyyyy! A bailarrrrrr. Vamos mi sobrino, vamos, menea, menea.
Andrés se recoge detrás de Emilia.
La Tía Sonia: Guajiro. (Se acerca a Los Migrantes, que bailaban en corro). Ey, ey, ey, ey. Hasta el piso, hasta el piso.
Emilia: Andresito, no tengas pena, baila si quieres.
Luisa: ¡Atención! ¡Atención! (intenta gritar por encima de la música). Mi marido ya viene de regreso, así que ya saben, el relajito con orden, que aquí en mi c… ¡Ay, cojone!
Un flaco bigotudo había chocado con ella y le empapó la blusa de alcohol.
Luisa: ¡Ay, no! Ahora, sí. Cuando mi marido llegue y me vea con este ron arriba. Ay, mamá. Y con el frío que hay, no es muy santo andar con el pecho mojado.
El Enano (arrastrado en una rueda de rumba arrolladora, gritón): ¡A tu marido, cuando llegue, lo dejamos fueraaaaa!
Los Migrantes y Tía Sonia: ¡Lo dejamos fuera!
El Enano: ¡Cuando llegue y cuando quiera!
Los Migrantes y Tía Sonia: ¡Lo dejamos fuera!
El Enano: ¡Y si no te gusta, tú también lo esperas!
Los Migrantes y Tía Sonia: ¡Lo dejamos fuera!
El Enano: ¡Nosotros somos Los Migrantes, deja la loquera!
Los Migrantes y Tía Sonia (abucheadores, alborotosos): ¡Ehhh, daleee, daleee!
Para ese entonces ya había salido el sol, y el marido de Luisa no daba señas de regresar. Emilia y Andrés estaban preocupados, porque debían continuar su viaje, y Sonia parecía no querer despertar de su trance bailesco. Los Migrantes se bebieron más de una decena de botellas de ron y al final no tocaron ninguna de sus canciones. En un rincón de la sala, Emilia, Luisa y Andrés desayunaban tostadas con mantequilla casera. Ambas mujeres intercambiaban recetas sobre cómo prepararla. De refilón, Emilia miraba a Andrés, que observaba con curiosidad a los danzantes. La bocina ya no tenía batería. Todo estaba un poco mustio ya. Algunos fumaban cigarros que traían sueltos o en latas. Hablaban, todos, de un lugar en el que los esperaba una cama. Estaban en ese punto de la borrachera y la mariguana en que todos filosofan. «Cogimos esta juerga, y este prende, señora –le contaban a Sonia, que estaba ida porque nunca había probado la mariguana-, porque luego luego no sabemos si Los Migrantes se separen y ya no tengamos más fiesta. Yo, que lo que hago es golpear platillos, no hago nada sin aquí mi comadre, la saxofonista del grupo».
Emilia y Luisa continuaban su charla, ahora mirando a Los Migrantes con malos ojos, como se mira a los indisciplinados, a los inadaptados. El salón había caído en un sopor de media mañana, las tiras de tul colgaban desgarradas y las luces LED ya expiraban su brillo. No quedaba más. Como mismo la bocina, todos habían agotado su energía. Se miraban unos a otros, tristes, pensativos, cuando El Enano alzó la cabeza hacia Luisa y le preguntó «Oiga, señora, ¿no se habrá quedado afuera su marido, no? Mire que era jodiendo».