La cabaña de los enanos

Dibujo de Pedro Sosa Tabio

Mi primer día en la cabaña duró una eternidad, como era de esperarse. Solo, en medio de un bosque, sin televisión, sin internet, con mucha comida, sí, pero lejos de cualquier indicio de civilización excepto por la cabaña.

Mis amigos me hicieron venir porque «vas a disfrutar mucho de la naturaleza y de la soledad, y hay un lago bellísimo a solo un kilómetro», pero en verdad fue para mantenerme alejado del alcohol. Me negué al principio, por supuesto; entonces inmiscuyeron a mi familia y entre todos me obligaron.

Es cierto que a veces son solo un par de cervezas, pero otras veces un par de botellas; y que en las noches es imposible hablar conmigo porque no se me entiende una mierda; y que vomité en la fiesta del bautizo de mi sobrina; y que caí desmayado en la primera hora de la despedida de soltero de un compañero de trabajo… Pero, ¿y Lisa qué? ¿Quién todavía piensa en Lisa, además de mí? ¿Y los enanos? ¿Qué se supone que haga con ellos?

Claro que ese primer día no vi a los enanos. Tragué panes con salchichas como un cerdo, salí a caminar por la frontera de árboles inacabables que separa a la cabaña del mundo exterior, meé y cagué en algunos de ellos… Si tenía que ser un ermitaño salvaje, iba a hacerlo bien. De tan aburrido, todo fue muy tranquilo, quizá incluso relajante, hasta que cayó la noche y quedé como testigo de la lucha desigual entre una linterna y unas pocas velas contra la oscuridad casi absoluta. 

La oscuridad -la noche- es el hogar de las fiestas, de las reuniones de amigos, de la emoción del primer beso al final de una cita, tanto como de los instantes donde el mundo entero parece dormir excepto uno, solo, encajado en una butaca o una cama o un colchón en el piso de la cabaña, pensando en Lisa, en la vida, en si de verdad la merezco luego de que Lisa… Y en el alcohol.

Tanto en la compañía como en la soledad, en la diversión como en la amargura, está la lata o la botella o el pequeño vaso de cristal que mantiene un límite en tus estímulos, diluye los excesos de alegría y de tristeza y te mantiene en un estado intermedio en el que nada importa demasiado, porque, si la habitación da vueltas, nada tiene sentido. Es entonces cuando Lisa suele perderse o, si aparece, lo hace solo en rememoraciones tranquilas, cotidianas, no en las escenas indeseables que se adueñan de mi mente y la arrastran a una delgada línea entre la pesadilla y la alucinación.

Sin alcohol y en soledad, la noche vino también cargada de sufrimiento. No el sufrimiento de recordar a Lisa, sino un malestar físico. Sudores excesivos, mareos, un dolor de cabeza que a ratos me hacía temer que mi cabeza explotara y a ratos desearlo.

No sé qué hora sería cuando apagué las pocas luces, me eché al suelo y me revolqué por todas partes gritando, gruñendo, llorando, halando mis cabellos, arañando mis sienes, mis brazos, hasta caer en un sueño que, aunque poco reparador, al menos me arrebató la consciencia por unas horas.

Cuando desperté en la mañana, el interior de mi boca, de tan seco, tenía textura de algodón, la cabeza aún me daba punzadas y unos chillidos de cerdo mal apuñalado se colaban en mis oídos, taladraban mis tímpanos y exprimían mi cerebro como una frazada húmeda.

Moví todos los muebles en búsqueda de la fuente del ruido. Revisé detrás de las puertas, el interior de todas las bolsas, las gavetas, hasta encontrar en la alacena de la cocina lo que, a falta de cualquier otro término, decidí llamar enano.

Era un… ¿bicho? poco más grande que un puño. Su cuerpecito grisáceo parecía una mezcla entre carne, tierra y raíces. La cabeza era tan grande como la mitad de su torso y tenía la cara del humano recién nacido más arrugado y con los ojos más saltones que cualquiera pueda imaginar.

Se retorcía y chillaba y yo solté un grito que se diluyó entre los suyos y salí corriendo. Me refugié detrás de un árbol grueso en el bosque.

Aunque no parecía poder ponerse en pie, era imposible escapar del enano. Su voz estaba siempre detrás de mí. Sentía que los chillidos me alcanzarían no importaba cuán lejos fuera ni cuántos árboles o arbustos me protegieran. 

Luego de unos minutos, comencé a sentirme ridículo por huir de una creatura aparentemente inofensiva. Cubrí mis oídos con las palmas de las manos y regresé a la cabaña, a la cocina, al enano. Lo reencontré justo como lo había dejado, retorciéndose y gritando, molestando, nada más. 

El siguiente paso para casi cualquier persona que acaba de encontrar un bicho es matarlo, pero cómo matar a uno que, aunque era feo como una hemorroide, tenía, de algún modo, forma humana. Se me ocurrió pisotearle la cabeza y no me atreví ni a tocarlo con el zapato. Pensé en atravesarlo con un cuchillo y apenas llegué a agarrar el mango antes de arrepentirme. Quise aplastarlo con la misma pala con la cual luego cavaría su tumba, pero, si bien llegué a dar algunos palazos, todos fueron directamente contra el suelo, sin tocar al enano.   

Aunque mi consciencia no me dejaba eliminarlo, de alguna forma tenía que deshacerme de él, y enterrarlo, como había pensado hacer una vez estuviera muerto, era la forma perfecta de no volver a verlo. Si al final resultaba estar vivo durante el entierro, tampoco cambiaban mucho las cosas.

Lo alcé sobre la hoja de la pala, lo llevé al exterior, cavé el hueco y lo eché adentro. Cuando la capa de tierra era todavía fina sobre él, sus chillidos se seguían filtrando, pero, cuando acabé de rellenar el agujero, cualquier rastro del enano había desaparecido.

Volví a la cabaña con la idea de que, donde hubo uno, podía haber dos, tres, cuatro, cincuenta enanos… Revisé cuanto recoveco pude encontrar, las gavetas, moví todos los muebles, me sercioré de que las tablas del piso no estuvieran flojas o tuvieran agujeros… La búsqueda terminó con la noche, cuando debí preocuparme otra vez por encender la linterna y las velas, sin haber encotrado más que polvo, lagartijas y alguna araña solitaria. 

Luego de un día tan intenso, caí en calma. La calma es lo peor. Una calma revuelta en la cual solo parece pasar el tiempo -con demasiada lentitud-, mientras en tu cabeza pasan varias vidas y varias catástrofes provocadas por temblores de recuerdos, explosiones de recuerdos, tornados de recuerdos que lo revuelven todo.

Con la primera punzada en la cabeza, temblé de miedo. Pensé que el dolor sería peor que la noche anterior, que quizá esta vez no lo resistiría, se me iba a licuar el cerebro y no solo iba a morir, lo iba a hacer sobrio, con todos los sentidos activos para despedazarme con el mayor sufrimiento posible. Sin embargo, aunque luego vino una segunda punzada y una tercera y varias más que acabaron convirtiéndose en un dolor constante, resultó no ser tan fuerte. Sudé menos esa noche. Y los temblores, cuando pasó el pánico inicial, se calmaron hasta casi desaparecer.

No me sentía tan mal, quizá estaba demasiado bien y, como no podía esconder el alivio de mí mismo, me atrapó la culpa. La tristeza. Lisa.

Las velas se consumieron. Quedé solo con el brillo de la linterna. Entre las sombras que crecían y mutaban encontré la sonrisa de Lisa, el contoneo sin ritmo de Lisa cuando intentaba bailar, el cabello de Lisa revuelto sobre la almohada una mañana cualquiera, los gritos de Lisa, el gesto de horror de Lisa, el dolor… Las sombras se tornaron demasiado violentas y quise despedazarlas o tomarme un trago y olvidarlo todo. Unas cuantas cervezas frías, un whisky con hielo, un trago de ron caliente que me destrozara la garganta como yo quería destrozar las sombras y los recuerdos. Atontarme. Olvidar de nuevo. Pero no tenía nada de alcohol y solo pude llorar y volver a temblar y acabé durmiéndome con el cuerpo enroscado como un feto que germinaba en el vientre de la oscuridad. 

Mi siguiente recuerdo es estar flotando a la altura de las nubes, encima de una llanura verdísima cortada por una solitaria línea de ferrocarril. Al principio, solo veía el rasto de humo de la locomotora asomarse sobre el horizonte. Después, la máquina en sí, majestuosa, mortal. Se acercaba a mí. Chirriaba. Escupía humo negro. Yo levitaba muy por encima de ella y, sin embargo, estaba seguro de que me aplastaría. Intenté correr, rodar, hacer cualquier cosa. Estaba inmóvil. La máquina escupía más humo y chirriaba más alto mientras se acercaba. Yo no podía gritar, no podía respirar. Los chirridos eran cada vez más fuertes y más seguidos. Se colaban por las rendijas de mi miedo y parecían paralizarme incluso más, una parálisis peor que la inmovilidad. Chirridos en mis tímpanos. Chirridos en mi cerebro. La locomotora casi sobre mí…

Desperté de pronto. La llanura abierta se transformó en el encierro de la cabaña. La locomotora desapareció. Los chirridos, sin embargo, seguían ahí, tan insoportables como en el sueño, aunque no eran sonidos metálicos o de vapor, sino gritos. Chillidos como los de la mañana anterior. 

Fui directo a la alacena, pero esta vez no estaba ahí, ni siquiera en la cocina. Lo encontré en el baño, dentro de la poseta de la ducha. También se retorcía y gritaba y era igual de desagradable, pero no era el mismo enano. La cabeza de este era más alargada, la nariz más ancha y unos pocos pelos largos le colgaban de la frente, mientras que el otro era calvo por completo.

El protocolo fue el mismo: lo cargué con la pala, lo llevé al exterior, abrí un agujero cerca del otro y lo enterré.

Al echar el último puñado de tierra, me sentí diferente a los días cercanos y a cualquier otro día en mucho tiempo. Mi cuerpo se llenó de una energía juvenil que creía muerta en mí. Por primera vez en meses, quizá incluso años, tuve ganas de hacer algo que no fuera quedarme tranquilo en casa, con la televisión y una botella.

Tomé un desayuno fuerte y caminé hasta el lago. Era una masa de agua tan gigante como solitaria, con los bordes cundidos de vegetación. Entre insectos y algún otro animal, yo parecía ser la única persona, aunque bien pudiera haber compartido el espacio con otras doscientas sin enterarme, con tantos juncos, árboles y arbustos tapando la visión y el siseo del agua y las cigarras que obligaban a callar, a dejarse abducir por la sinfonía de la naturaleza.

Me tumbé en la tierra, en un pequeño claro desde donde lograba ver buena parte de la extensión del lago, y dejé correr las horas. Al principio, mi mente estaba en blanco. Después, pensé en la tranquilidad que sentía. Luego, como siempre, empecé a cuestionarme si merecía esa tranquilidad. Y entonces, llegó Lisa.

Lisa estaba tumbada a mi lado. Se puso en pie y sonrió. En mis recuerdos Lisa casi siempre está sonriendo, pero en el lago su sonrisa se volvía ramas y hojas y agua, nadaba y se transformaba en canto de cigarra y se mezclaba en el aire y desaparecía porque era todo y no era nada. Mi paz era la sonrisa de Lisa. Yo era la sonrisa de Lisa y los dos éramos el sol que se filtraba entre las copas de los árboles antes de que se hiciera de noche en mis recuerdos, las luces artificiales cortaran las sombras y llegaran los chillidos, los golpes metálicos, los labios de Lisa apretados y estirados como si todavía sonriera, una sonrisa deforme más parecida a una mueca, una mueca de dolor, el alcohol, el olor a alcohol en mi aliento y en el ambiente y entrando en mi cerebro, los enanos, los chillidos, todo el ruido del mundo contenido en el silencio de mi instante de paz.

Regresé a la cabaña cuando la tarde, como el bienestar que había sentido más temprano, se extinguía.

Ahora estaba destruido de nuevo. Era peor que los días anteriores, porque físicamente estaba casi perfecto. Un mareo constante, pero muy ligero, era lo único que me aquejaba, así que tenía todo el campo abierto para malestares emocionales. Mi mente no dejaba de recordarme que no merecía sentirme bien y, como castigo por desafiarla, se llenó de recuerdos. Imágenes vívidas, casi reales, pero siempre recuerdos, sin el alivio temporal de la alucinación total, dentro de la cual uno cree que vive cuanto ve y no solo lo piensa, cree que está aún en el pasado, que eso es el presente; no sabe que todo cuanto ve está ya quemado y enterrado y solo queda un rastro intenso de dolor.

La cabaña creció, cambió las paredes, las luces, hasta el aire. Se transformó en la fiesta de aquella noche. Mi soledad tomó la forma de los invitados bailando y conversando entre gritos que la música apenas dejaba escuchar, saludando, preguntando por algún conocido en común, bebiendo. Las cervezas frías sudaban como en un maratón. Las botellas de whisky y de vodka siempre abiertas, vaciándose y a la basura para que otras tomaran su lugar. Lisa sonriendo aunque no le gustaba el ambiente, aunque prácticamente no conociera a nadie y quisiera irse a casa desde el inicio de la noche.  

Se quedó por mí, porque a mí me faltaba media cerveza o la cerveza entera o acababa de servirme un trago, porque mis amigos, la compañía, el lugar, los chillidos, los estruendos, los gritos insoportables que me hicieron retorcerme y despertar.

Ya era de día. No recordaba cuándo me había dormido, pero había sido mi mejor descanso en mucho tiempo, a pesar de los sueños. Creo que hubiera dormido el día entero si no hubiera sido por los chillidos del enano. Este estaba en la sala, detrás del sofá. Su cabeza era muy redonda, más grande que las de los anteriores. También era el más feo de todos, sin dudas.

Su suerte no varió: del suelo a la pala, de la pala a la tierra y enterrado.

Recuperé la energía, la sensación de juventud repentina de la mañana anterior y volví al lago; pero esta vez no me tumbé en la tierra a merced de su tranquilidad, sino que salté al agua y nadé sin rumbo. 

Había cierta  paz, a la vez que cierto peligro, en ser una cosa diminuta surcando el lago inmenso. Alejarme de la tierra, flotar como una mota de polvo en el viento. Mi estado mental era perfecto, lo suficientemente relajado para no necesitar alcohol como una vía rápida hacia la tranquilidad y, a la vez, lo suficientemente activo y preocupado para no ser presa de los recuerdos y acabar con el mismo resultado de siempre: tristeza, culpabilidad, alcohol.

Cuando mi cuerpo amenazó con no poder dar otra braceada, tuve que volver a la orilla y a la cabaña. Estaba exhausto. Apenas podía caminar. Me tiré al colchón y sonreí, no sé por qué, una risa de cansancio físico, no mental. No podía ser mental, claramente me dolían los brazos y las piernas y la espalda por el nado, ¿por el nado? ¿o por los golpes? ¿por el carro?

La carrocería hecha chatarra. El olor a gasolina y a quemado. Gomas quemadas, metales quemados, plásticos quemados, piel quemada. Y los gritos. De nuevo esos chillidos insoportables instalados en mi cerebro como un recuerdo de no hace mucho tiempo, de esta misma mañana. Yo conocía la voz y sus gritos se colaban en todos los ángulos, en todos los espacios vacíos de la escena. Entraban entre las abolladuras del metal, chirriaban con cada roce contra el pavimento, se instalaban hasta en mis propios gruñidos. Vueltas. Golpes. Vueltas. El fuego, ligero y mortal. La sangre. El miedo. El dolor. La piel y los huesos y el rostro de Lisa. Sus chillidos. Su silencio. El olor a alcohol. No. La necesidad de alcohol. Aturdirme. Olvidar. Y los chillidos. ¿Dónde están los chillidos? El silencio significa que solo queda llorar, extrañar, tratar de olvidar lo inolvidable. ¿Y los chillidos? ¡No! ¡Que no se apaguen los chillidos!

Agarré la pala, salí de la cabaña y empecé a cavar. Olvidé el cansancio. Cavé hasta encontrar un borde de corteza, como un trozo de rábano, que al retirar un poco más de tierra se transformó en el primer enano, más sucio, pero igual de horripilante y ruidoso. Seguía retorciéndose y chillando. Por suerte, nunca había parado ni lo iba a hacer. Iba a chillar para siempre. Lo abracé y le besé la cabeza antes de colocarlo a un lado para volver a cavar. Los otros también seguían gritando.

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