Cuando el Gobierno decretó que el aire debía ser administrado por el Estado, los ciudadanos no se alarmaron demasiado. Pensaron que sería algo simbólico, una de esas medidas burocráticas sin impacto real. Pero a la mañana siguiente, cada casa fue equipada con una caja metálica sellada, del tamaño de una nevera, en la que se almacenaba el aire autorizado para cada individuo.

El Ministro de Respiración Pública explicó que cada familia recibiría una cantidad diaria según su tamaño, actividad laboral y nivel de productividad. El aire era liberado en porciones mediante una boquilla que se activaba con huella digital. Los primeros días hubo entusiasmo, la gente competía por ver quién respiraba menos, quién aprovechaba mejor sus raciones. Surgieron entrenadores de apnea, medidores de oxígeno portátiles, competiciones de ahorro pulmonar. Pronto, como es natural, llegaron los abusos. A quienes opinaban demasiado en voz alta, se les reducía el aire. A los desempleados se les imponía una tasa mínima vital. A los poetas, escritores, músicos y viejos, simplemente se les acusaba de respiración improductiva.

Luis R, un violinista retirado, recibió una advertencia por excederse en sus suspiros. Julia M, profesora de filosofía, fue detenida por respirar con melancolía durante más de dos horas.

Pronto se desarrolló un mercado negro de aire. Las personas vendían bocanadas robadas en los callejones. Se crearon bombas de aire caseras, con tubos de bicicleta y ventiladores de computadora, pero nada igualaba al aire estatal: limpio, medido, matemáticamente puro.

El drama llegó a su punto máximo cuando una madre fue denunciada por darle parte de su ración a su hijo asmático. Fue condenada a tres días sin respirar. Murió en segundos. La rebelión no tardó. Grupos de respiros clandestinos comenzaron a tomar edificios públicos, a liberar cajas, a reventar las boquillas. El Gobierno respondió con gases (pagados, claro, con el aire de los manifestantes). La última imagen que se tiene del país fue una grabación borrosa donde un anciano, sin caja, ni permiso, se paró en una colina y respiró hondo. Murió al instante, pero con los pulmones llenos. Dicen que ahora la isla se ha llenado de tan codiciado aire, solo que ya no hay habitantes que lo respiren.

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