¡Toca limpiar!, me lo dictaban las letras del teclado de la computadora, aplastadas por juguetonas moléculas de polvo. De un cuadro al otro, saltaban hacia la mesa, de ahí a las hojas de la malanga y en un vals transparente invadían la casa. Tenían razón, debería limpiar más, pero en este apartamento de 30 pies cuadrados a 30 grados Fahrenheit, a las afueras de Boston, donde las sillas solo sirven de estante para las plantas, yo me preguntaba, ¿por dónde entra el polvo? ¿saldrá de nosotros?
Como era de esperarse, nos habíamos convertido en unos expertos en el arte de hermetizar. Dos cubanos de Miami, padeciendo su primer invierno, no quedaba un hueco por tapar. El único “aire nuevo” salía de un purificador que ayudaba en las tareas de la cocina; el resto, el de afuera, se quedaba en una sinfonía creada a bandazos de viento frío intentando derribar las ventanas. En la batalla del hombre contra la naturaleza íbamos ganando.
Como no era de esperarse, el polvo seguía aquí, con nosotros.
Según la primera definición de la RAE, polvo se le llama a la “parte más menuda y desechada de la tierra muy seca, que con cualquier movimiento se levanta en el aire”. Pero aquí no había tierra, y si la había, no estaba seca, sino congelada. En el décimo piso de un edificio relativamente moderno, nuestro polvo tenía que ser otra cosa. Muy lejos de lo terroso, flotaba con la finura de mil hebras de diente de león esperando un soplo de luz que las descubriera como cristales prismáticos.
Plumero en mano intenté recopilar cuanta pelusa vi a mi paso, pero no se puede barrer el aire. Más allá de contenerles, las arrastraba de un mueble a otro creando una especie de alboroto, invisible al tacto pero panorámico a los ojos. Fueron formando un aura plateada que oscilaba alrededor del cuerpo de mayor masa y atracción: yo —pero una no siempre está preparada para vivir un conjuro en la sala de su casa mientras sacude los cojines. Me vi rodeada de un polvo cósmico que se multiplicaba con cada zarandeo de mi cuerpo enloquecido. Ese polvo era yo. Esos residuos eran míos.
Estudiante de medicina de primer año, algo sabía de anatomía y la lucha infértil contra la descomposición, pero nada de cómo extrañar una familia o salvar un amor de la caducidad. La ansiedad de dos meses encerrados y el deseo de desplazamiento acumulado aumentaba con cada sacudida y la imposibilidad de recoger nuestros restos pulverizados. Rendida, sentí un escalofrío que me crujió las rótulas mientras la hiperventilación aspiraba las partículas de vuelta a mis pulmones.