Aun con la mayor sencillez, arduo es fijar un poco de ese infinito Presente. Pero, no es fácil, asimismo, decidir su abandono.
-Luis Cardoza y Aragón: «Nuevo Mundo»
Queda arremeter contra los balbuceos y la cortina de vidrio, el paso del empeine blanquecino al cuarto de fumar; allí, con los ojos entrecerrados y las colillas por dedos, se cuece un plan de tragamonedas que humo y barniz rectifican. El mirador, si acaso se acercan, les permiten ver a los distraídos, los cambuches que respiran y las arepas de queso atenazadas que tienen a bien almorzar las faldas cortas en la banca donde recién se despertó un durmiente. Adentro, la sangre fina y las columnas grises opacan la luz de las máquinas, los faraones y las pirámides, el maíz y el templo maya, los cachorros; y el carrito con la cafetera sirviéndole a las manos pecosas, al labial de madre e hija —cuál a mitad de camino y cuál empezando descenso—, al de la riñonera ladeada que apuesta desde el bar hasta la carrera de tiesos caballos.
De no acabarse la sala negra, el chef apareciendo y la caja abriéndose para comer de lo suyo; el de los audífonos que recupera con serenatas lo último en su haber; y el baño, olor a tripa vacía, a cartón gastado, a ropa sudada en la suerte que promete, que lo tiene de los pelos y lo avienta a las escalas, a oxigenarse con tecleos deseosos de premios exclusivos y boletos adicionales, por los nueve pesos y cero centavos válidos por noventa días.
Tirar los dados sobre papeles de esmeralda, lanzarse por el dulce cada que lo alejen, agarrar con todas las fuerzas lo inaprensible y, al abrir el cofre, ver solo una pluma, una migaja de visión que no dura ni para contentar a un lazarillo; el candor que ahora secunda funciones básicas, reflejos del estrago hecho costumbre, la instancia por la que requisan para salir con el salario en trámite: «Dame, pierde la victoria, haz del abrojo un cenicero, gana un bingo y que sea en mi ausencia».