Demoré en regresar a la casa que me vio nacer. Me lo hubieran contado y regresaba antes.
Enero menos uno
El fracaso estaba servidísimo, frío y harto en moscas, pero yo forcejeaba aún con la ilusión de grandeza. Un poquito de éxito en un puñadito de cosas me hacía creerme la fénix madre de la periferia capitalina.
Dicen que yo había quemado barcos cuando me fui y que por eso no quería regresar.
Rehabitar la casa -ese apartamento en el piso cuatro de un alejado edificio soviético, y por ende, triste- significaba para mí volver a la edad de la carne cruda. Pensé en taparme ambos huecos de la nariz para que no entrara ese olor persistente a intentarlo de nuevo.
Enero
El recuerdo viejo, como la bisagra.
Cotorro, otra vez, después de tanta factura y tanto escupitajo al cielo.
Allí me hice pájaro, dije por primera vez «dictadura», me hicieron Yemayá y asistí a cuánta fiesta pública fui convocado. Allí viví una pandemia positiva al dominó y a violaciones repitentes de restricción horaria.
Ahí me enamoró un friky y viví una pasión encendida con un bombero.
Ahí compuse una sarta de textos rebeldes.
Yo hubiese querido, al regreso, recitar el pasado como eureka personal y periódicos de conciencia ruborizada, pero ¡qué mal había envejecido el recuerdo!
Aquella era la casa en la que también recogí una cepa de VIH, casi lo olvido. Ahí fui preso por primera vez, tuve mi primer ataque de pánico, me tuvieron lástima y me dieron propina, me apedrearon dos veces y escribí mis más famosas depresiones. Allí me ofrecieron dos puñaladas que, ofendido, acepté.
Allí quedé inconsciente por un nombre de varón.
Venía de camino ahora con dos pezones recién hinchados de intentar un proyecto trans y con un moretón en medio de la mala persona. Le entraba también con grandes surcos naturales debajo de los ojos: de llorar mucho antes de dormir, de mucho no dormir antes de dormir.
Así le entré. Encuero…
A ver cómo cuento esto sin llorar y que a la vez sea publicable.
Enero y contando…
El Cotorro me recibió -y faltaba más- con los brazos cerrados; con el orgullo franqueable de la amiguita fea pero alternativa de la secundaria.
Festejó mi llegada con tres grandes sobredosis, una por cada mes en el primer trimestre del año. A lo grande.
Alprazolam. Amitriptilina. Carbamazepina.
Marzo, la más señorial, quizás por última.
Dice el Bar Tóxico frente al Amejeiras que le di golpes al que cuidaba la puerta aquella noche. Yo se lo creo. Esa cortada en su mano parecía hecha por el filo de un alma perdida.
El Bar Kilómetro Cero no argüye en mi contra que alguien haya sido atropellado, pero ¿a qué precio? ¿Qué hago yo llorando con esa camarera por un tipo que no me quiere? ¿Quién en verdad era la camarera? ¿Cuánta vergüenza costó ese trago amarguísimo?
Por otra parte no he vuelto a ver jamás al motorista que me socorrió cuando me caí de espaldas esa noche. En verdad, no sé si me caí de espaldas o de costado; ni siquiera sé si hubo motorista. A ciencia cierta sé que me caí de las escaleras del edificio; lo sé por esa tradición oral que se da silvestre en los edificios del Cotorro.
Mi mamá afirma que le rompí sus plataformas blancas, pero con esas plataformas cualquiera se tropieza y cae, caballero, sin tener que haberse tragado ni un cuarto de la angustia que yo en mis últimos cinco años. A lo mejor ella también se ha tragado mi angustia y por eso vive en el piso todo el tiempo.
En marzo me comí completamente la derrota. Ni una muerte más. No me cupo una muerte más.
Abril.
Entre el reposo del desastre, la yerba enfermera y el aire rutinario del campo algo pasó. Una madre que lava tu ropa afanosa un día sí y un día no, pudo haber cooperado. Sí, Señor. Un hermano que no sé de dónde sacó los 15 años que calza, una traición mancomunada y un texto en griego antiguo.
Un carpintero judío.
En Instagram, para hacer referencia a una conversión cristiana digo de mí «un renacido» pero hay quiénes prefieren «está loca», «es falsa y mentirosa» y «lo único que busca es dinero». A ver, esto último en verdad lo dice gente que me dio sus mieles en la industria de aprovecharse de oenegés y proyectos culturales de embajadas.
A mí en realidad me vienen importando menos las cosas de antes. Más arduamente, eso sí; las pocas que importan lo hacen dolorosamente.
Me importa que mis dos amigos, Andy y Karel, estén atléticos y exiliados. Que hayan dado su like a esta etapa, tal como lo esperaba.
Me importa hacer la carne, en salsa. Sobretodo una receta majestuosa de pollo con miel y mostaza. Con carnepuerco también funciona, hazme caso. Sabe igual de feliz.
Me importa salir dos y tres veces a la semana a caminar por el barrio hasta llegar a las Ocho Vías, donde solo hay carros a 120 k/h y guajiros desconocidos en bicicleta que dan las buenas tardes las veces que sean necesarias. En esas caminatas repletas de audífonos y meditación me he dado cuenta que puedo sumergirme en el silencio sin respirar culpa en muchísimos metros. Eso es una talla, chamaco. No cualquiera puede estar solo consigo mismo y salir airoso.
(No me toquen el silencio de las Ocho Vías que es de las cosas que me importan)
Me importa también coger un A47 tres veces por semana por toda la Monumental hasta la entrada del Túnel en La Habana Vieja. Sentarme en el Máximo Bar -si ese día no están priorizando yumas sobre cubanos- y pedirme mi café y mi cerveza Estella. De ahí cruzar a que la brisa del mar me dé en la cara y llorar y agradecer las tres veces que me morí entre enero y marzo.
Me importan los 300 pesos del taxi de regreso al Cotorro. La moto desde la piquera hasta el edificio inconsolable y soviético. La escalada rutinaria hasta el cuarto piso. El mal genio de mi mamá viva cuando la despierto y el calor insoportable de la casa cuando mi hermano caprichoso, alegre y sorprendentemente púber, la cierra para evitar mosquitos.
El sueño, me importa, déjame decirte; el sueño que cae cada noche sin culpa y sin retraso.
Al levantarme, la nostalgia del alprazolam, compañero de un quinquenio, al que le deseamos éxitos en su nueva vida.
Agosto
Cotorro. Un texto en griego antiguo, un carpintero judío y un recuerdo trans.
Un olorcito a persona recién colada que no tiene precio.