Con los codos apoyados en la barra y el rostro entre las manos, veía pasar la noche, presa del aburrimiento, cuando una anciana entró al bar. Disimulé el desconcierto y le ofrecí una sonrisa cuando se acercó, su figura marchita contrastando con la vibrante penumbra del local. La señora le dio una repasada con los ojos al lugar y, con la voz reposada, me preguntó si cabía esperar que estuviera así de solo toda la noche. Respondí con cierta cautela, explicando que los miércoles siempre eran tranquilos. Ella asintió, casi en un susurro, y pidió un whisky en las rocas, acomodándose lentamente en el banco que parecía aguardarla desde siempre.
Bebía a sorbos diminutos, apenas humedecía los labios y los relamía. Había algo en la manera en que retorcía un ralo mechón de su cabello blanco que evocaba un antiguo anhelo, una espera interminable. De pronto, sus ojos se alzaron del vaso y se clavaron en la entrada, como si anticipara una aparición.
Y así fue. La puerta se abrió con una firmeza casi solemne, dejando entrar a un joven alto, erguido de esa manera que tienen aquellos acostumbrados a mandar. Entró como perseguido hasta donde estaba la anciana, preguntándole mientras volvía la vista por el lugar: «Encarnación, ¿qué hacemos aquí?» Ella le tomó una manaza entre las suyas, que, de enflaquecidas y manchadas, daban la idea de que su portadora rondaba los noventa, y a murmullos me pareció entender que en casa no podían verse, por unas visitas incómodas.
Poco a poco, la postura del joven se fue relajando. Tomó asiento y se empinó la bebida que ella apenas había tocado. A lo largo de la noche, varias veces pidió el mismo trago y, en cada ocasión, era el caballero quien lo terminaba. Ni una vez el joven se dirigió a mí. Pasaron la velada tomados de las manos, cuchicheando e intercalando algún beso tímido entre risitas contenidas. La diferencia de edad entre ellos, tan marcada, parecía desvanecerse bajo la luz tenue del bar, y la ternura que emanaba de sus gestos logró disipar cualquier sorpresa inicial, envolviéndome en un cálido halo de complicidad.
A unos minutos de la medianoche, la señora me llamó con un gesto y me pidió que sonara Solamente Una Vez. Dudé un momento, consciente de que nuestro bar era refugio de acordes más ásperos, pero sus ojos, humedecidos por una súplica silente, me desarmaron. Cedí. El bar estaba vacío, salvo por aquella pareja que parecía danzar en otra época. ¿Qué más daba?
Las primeras notas de Agustín Lara se deslizaron por el bar como si hubieran estado esperando ese momento exacto para sonar. Y con ellas, la madera de las sillas crujió, las botellas reflejaron un brillo que no venía de mis luces, y el aire olió, por un instante, a un perfume que solo recordaba de las cartas antiguas de mi abuela.
La melodía comenzó a fluir y el joven se levantó, extendiendo su mano con una elegancia que parecía extraída de un sueño. Ella la tomó, temblorosa, luchando contra el peso de los años que la anclaban al banco. El joven gallardo la atrajo hacia él, la rodeó por la cintura y comenzaron a danzar. A los primeros acordes, el paso de la dama se fue haciendo más firme. Grácil, levantó el rostro iluminado hacia su pareja y sonrió, dejando a la vista una dentadura blanquísima, dentro de unos espléndidos labios rojos. En un paso atrevido, él la hizo girar, y unos mechones de abundante cabellera castaña cayeron sobre el rostro de la anciana, que, al despejarse con delicadeza, se descubrió terso y juvenil.
No sé cómo explicarlo, pero juro que aquella noche no toqué una sola gota de alcohol, y mi mente estaba tan despejada como el cielo en una noche de invierno. Lo que vi fue real: en el centro del bar, una pareja de jóvenes enamorados danzaba, envueltos en la moda de los años cincuenta. No bailaban, flotaban. A su alrededor, las luces del bar no parpadearon, pero su brillo cambió de golpe, más dorado, más espeso. El aire se impregnó de visos que no existían más en este siglo. Y allí, en el centro, ellos flotaban, etéreos, vibrando en un tiempo que no era el mío, plenos de color y amor. Desde mi rincón detrás de la barra, me sentí una intrusa en ese pequeño universo que habían creado.
De pronto, la puerta de la entrada se abrió y entraron otros clientes al bar entre carcajadas, frunciendo el ceño al oír la inusual melodía. Cuando volteé a ver a la pareja danzante, solo encontré a la anciana, absurda y sola, agarrándose de una silla para no caer. Conmovida, me apresuré a auxiliarla y la escuché murmurar: “Feliz aniversario, mi amor”.