Desperté emocionada como cuando era niña y era el día de navidad. Me sentía satisfecha por cumplir esta meta profesional. Desde muy temprano, me arreglé para verme más guapa que nunca. Un vestido a media pierna, blanco, con flores de colores. El espejo me devolvió la imagen de una mujer de 55 años, atractiva, radiante y llena de alegría. Solo una vocecita en mi cabeza se atrevió a preguntar: ¿No te da miedo?
Ya no despertaría todos los días para arreglarme e ir a trabajar, como lo hice durante treinta años. Mi hija Laura me ayudó a organizar la celebración: un mariachi, flores a la salida… Después fuimos al restaurante, reservamos un área para nosotros y llegaron los invitados: mi jefe, mis amigas y compañeras de trabajo con quienes compartí toda una vida. Sabía que era un logro, pero empecé a sentir nostalgia y ni siquiera había dejado de verlas.
Volteé a ver mi espalda en el espejo. Tenía una especie de espina, larga y picuda. Con una pinza y haciendo una gran contorsión, logré sacarla, dejando un hilo de sangre. Toda mi piel empezó a tomar un tono levemente verdoso, supuse que por el tequila que bebí el día anterior. Quizá por eso la sangre me provocó mareos. Nunca me ha agradado verla.
Anoche dormimos tarde. Laura quiso quedarse conmigo, dijo que para que no me sintiera triste por no ir a trabajar. Me acompañó a ver televisión y platicamos por la tarde. Ella estaba de vacaciones en su trabajo. Hoy, de nuevo, amaneció en mi casa. La sorprendí cambiando de lugar los muebles de la sala. “Es para que estés más cómoda… Ese programa es aburrido”.
Me quité la ropa para bañarme y de reojo vi mi espalda en el espejo. Ahí estaban. No una, sino varias espinas. Por más que intenté no pude sacarlas, ni con las pinzas ni con nada, y terminé cortándolas con tijeras. El tono verde se había intensificado. Pensé que algo me habría hecho mal en la comida. Tomé un té para evitar un dolor de estómago y, con un poco de maquillaje, logré cubrir el color verde iguana de la cara y los brazos.
Mi hija empezó a tomar el control de las decisiones en mi casa. Había cosas que no me interesaban mucho, como que cambiara la compañía de cable telefónico porque ella necesitaba aumentar la velocidad del internet. Pero hubo otras que sí me molestaron, como que quitara el paquete que incluía el teléfono local. Laura afirmó que ya no era necesario porque con los celulares era suficiente, sin recordar que aún me resultaba difícil usar el mío.
El día de hoy, ya no pude recortar las espinas de mi cuerpo. No solo tenía en la espalda, también había algunas en las piernas, pero algo en mí empezó a aceptar la situación. Quizá mi cuerpo estaba cambiando con la edad de una forma diferente al resto de mujeres, así que decidí ya no quitarlas ni cubrirlas y me vestí con una blusa de tirantes y un short, porque tenía calor.
Al inicio me sentí querida, incluso necesitada. Mi amada hija volvió a casa, se había quedado sin trabajo y buscaba mi ayuda. Con gusto le ofrecí apoyo, con mi pensión sería suficiente. Sin embargo, poco a poco empecé a no sentirme cómoda en mi propia casa. Laura cocinaba lo que deseaba y me dejaba mi plato en la mesa. No le era importante si se enfriaba mi comida o si podía consumir esos alimentos.
Como mis espinas estaban afiladas, causé muchos agujeros en el sillón, la silla y la cama, lo cual sucedió sin que mi hija viera lo que me pasaba. Resulta difícil de creer, pero solo percibió los agujeros en los muebles y no mi transformación física. Entonces, aún menos creíble me resultó su sugerencia : “para que no continúes agujereando la casa, permanece en tu cuarto”.
Mi hija me convenció de entregarle mi tarjeta bancaria, con la cual retiraba mi pensión. “Así no te avergonzará que la gente vea en lo que te has convertido… En un cactus”. De alguna forma, encontré cómo dormir sentada. Era la única posición en la cual no me lastimaban las espinas. Estas paredes se han convertido en mi cárcel particular y mi hija en mi celadora.
Ese día, acepté mi vida como cactus. Ya no tenía hambre. Empecé a sentir un gusto por la tierra. Me acomodé en un viejo macetón que tenía en el patio… Quién diría que un día sería mi hogar. Me llené de tierra, vaciando la maceta de las gardenias, que nunca me gustaron mucho, y me eché agua con una cubeta. Ahí, parada en el sol, observé mi reflejo en el ventanal. Era la imagen de un cactus hermoso.
Mi hija ni siquiera notó mi ausencia.“Quizá fue con alguna amiga, como ya está jubilada y no tiene nada que hacer”. Tomó la escoba y empezó a barrer el patio. “No había notado este enorme cactus, seguramente mamá lo plantó antes de irse. Es hermoso, tiene un bonito tono verde”. Sentí como de lo que antes eran mis manos salía una bellísima flor roja.